Un mar de muerte by David Rieff

Un mar de muerte by David Rieff

autor:David Rieff [Rieff, David]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2007-10-01T04:00:00+00:00


* * *

Mi madre siempre se consideró a sí misma como alguien cuyo anhelo por la verdad era insaciable. Tras el diagnóstico, el anhelo perduró, pero estaba desesperada por la vida y no por la verdad. Espero haber hecho bien al intentar saciarla, pero nunca tendré esa certeza. Sin embargo, ella tenía claro lo que deseaba, y en la medida en que puedo encontrar alivio en el desempeño de mi papel, lo que me consuela es esto:

Tenía derecho a morir su propia muerte.

VI

Durante los meses que vi morir a mi madre, cada vez supe menos cómo comportarme con ella de modo que pudiera ser de eficaz ayuda. Casi siempre estaba confundido. Por supuesto, ello se relacionaba con algunos de los graves defectos de mi personalidad (sobre todo, me parece, la torpeza y la frialdad). Si hubiera sido mejor persona, sin duda habría podido al menos valorar con un poco más de inteligencia lo que debí haber hecho. Pero incluso situar mis propios defectos en el centro de la situación es una suerte de vanidad. El meollo del asunto fue que la enfermedad de mi madre y las secuelas acumuladas de su tratamiento, como habría de quedar pronto patente, la habían despojado cada vez más de dignidad física y de agudeza mental; en suma, de todo salvo el dolor atroz y la desesperada esperanza de que el curso que había iniciado le permitiría seguir viviendo. Yo sabía que para ella el dolor físico sufrido —y no estoy siendo siquiera hiperbólico cuando empleo estas palabras— solo era soportable por esa esperanza y que por lo tanto mi tarea consistía en ayudarla lo máximo posible a seguir creyendo que sobreviviría. Cualquier otro comportamiento habría supuesto para mí, en efecto, comunicarle: «Estás sufriendo en vano, apostaste todo a un trasplante, pero perdiste».

Un refrán judío recuerda que «es una obligación decirle a alguien lo que es admisible y no decirle lo que no es admisible también es una obligación». Nunca, ni por un instante durante el transcurso de su enfermedad, me parece que ella habría podido «oír» que estaba muriendo. Postrada en la cama en el período subsiguiente al trasplante de médula ósea, con los músculos tan flácidos y agotados que era incapaz siquiera de ponerse de costado sin ayuda, con las carnes cada vez más llagadas y la boca con tantas aftas que casi siempre le era imposible tragar y a veces incluso hablar, soñaba (y hablaba, es decir, cuando le era posible) en lo que podría emprender cuando saliera del hospital y una vez más pudiera llevar las riendas de su vida. El futuro era todo. Vivir era todo. Volver a trabajar era todo. Y si bien estaba algo confundida por las sustancias químicas —«quimiocerebro» lo llaman los pacientes de cáncer— y a menudo desorientada y con los ojos desorbitados, al parecer atenta y fuera de quicio, no veía la hora de que pudiera ser dada de alta. El símbolo fue que, tras el trasplante, en la pared opuesta a su cama en



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